La mente es el gran misterio de la vida humana. Puede ser nuestra mejor aliada o nuestra peor enemiga; puede mostrarnos la dulzura del cielo o llevarnos a sentir el fuego en el mismo infierno. Constantemente nos identificamos con los pensamientos que pasan por nuestra mente y con los sentimientos que estos nos generan. Si estos pensamientos y sentimientos son agradables, nos sentimos felices; si son desagradables, sufrimos. La felicidad va y viene, y somos incapaces de contenerla o de aferrarnos a ella.

Sin temor a equivocarme, aseguro que casi todas las personas dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a pensar: hombres y mujeres, ricos y pobres, ignorantes e intelectuales, citadinos y campesinos, hombres de negocios o vendedores ambulantes. La mente nos tortura a todos. De hecho, la depresión y la ansiedad son algunos de los problemas de salud mental más comunes y serios que enfrenta la gente hoy en día. Millones de personas en el mundo, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo, sobrevivimos atrapados en nuestros pensamientos, en medio del torbellino de emociones que estos originan.

En mi juventud, uno de mis libros preferidos era El Principito de Saint-Exupéry. En él se narra la historia de un niño que al parecer procede de otro mundo, un mundo pequeño e insignificante. Él abandona su minúsculo asteroide, dejando allí una flor a la que había dedicado todo su tiempo y trabajo. Desde ese momento viaja por mundos sin sentido buscando y ofreciendo su amistad a solitarios personajes, estereotipos de hombres sumidos en la tristeza de su vacío existencial.

Cuando llega a la Tierra, planeta de multitudes solitarias, el panorama no parece más alentador: superficialidad, prisa y muerte. Le llama la atención que las personas vivan atormentadas por sus pensamientos.

Desolado por el descubrimiento de un jardín de miles de rosas en apariencia semejantes a la suya, se siente insignificante. Solo la profunda y cálida amistad con un zorro le desvelará otra forma de mirar la vida: “Solo se conocen las cosas que se domestican […]. No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos […]. El tiempo que perdiste con tu rosa hace que sea tan importante […]. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado […]. Lo que hace importante a tu flor, es el tiempo que le has dedicado”.

La pregunta que me ha motivado a escribir el libro “Sé dueño de tu mente” es:

¿Por qué no hemos podido domesticar nuestra mente si le dedicamos tanto tiempo?

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Se Dueño de Tu Mente